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El origen de Las Fallas se atribuye a la costumbre que tenían los antiguos artesanos y carpinteros de la ciudad con la llegada del buen tiempo, de quemar los soportes de los candiles (parots) con los que habían trabajado en invierno a merced de las pocas horas de luz natural, así como la madera sobrante de los talleres, apilando los tablones, vigas y demás material de carpintería.
A esta costumbre se sumó la gente aportando a estas hogueras las cosas viejas de la casa que ya no tenían utilidad, como ropa y muebles en desuso.
A lo largo del s. XVII se sabe que en este alegre acto vecinal, motivado por una lógica espontaneidad, los vecinos solían disfrazar éstos parots con elementos caricaturescos parodiando a personajes populares, así como sucesos grotescos ocurridos en el barrio o hábitos inconfesables siempre desde un tono divertido. También a menudo ridiculizaban el sector burgués y el clero, que pronto manifestarían su desaprobación hacia esta costumbre.
Ya en el s.XVIII, esta “costumbre fallera” entendida en términos primarios, ya formaba parte de la festividad de San José, Patrón del Gremio de Maestros Carpinteros, celebrado el 19 de Marzo. El día 18 de Marzo en algunas vías urbanas aparecían peleles colgados en medio de la calle de ventana a ventana y los jóvenes y artesanos acumulaban el material para prenderle fuego al anochecer: piras de maderos, materiales de toda clase y ninots (muñecos) que ironizaban a personajes públicos o actos censurables. Se amontonaba la estructura en las fachadas de los edificios y se retiraban al centro de la calzada o de la plaza la noche en que las quemaban. La algarabía popular se daba cita junto al fuego para celebrar el fin del frío invierno y la llegada de los días de primavera cada vez más largos. En muchos hogares se celebraban fiestas onomásticas en las que se agasajaba a los Pepes con tortas, buñuelos y anís. Al día siguiente se cumplía con el deber cristiano de visitar la parroquia para hacer los honores al santo patrono.
Este hecho se había convertido en una fiesta popular alegremente acogida, como bien nos recuerda el Himno Fallero:
“Hi ha una estoreta velleta per a la falla de Sant Josep, del tio Pep? / hi van juntant lo que els veins els van donant per a buidar el porxe. / Hi ha una estoreta velleta per a la falla de Sant Josep? / I amb una estella del muntó se du el compás de esta cançó / en les cares de la gent, tot es content…”
“ ¿Hay una esterilla viejecita para la falla de San José, del tío Pepe? / Y van juntando lo que los vecinos les van dando para vaciar el porche / ¿Hay una esterilla viejecita para la falla de San José? Y con una astilla del montón se lleva el compás de ésta canción / en las caras de la gente, todo es alegría…”
En el s.XIX la costumbre convirtió la ubicación de estos monumentos improvisados en lugares fijos y ganó protagonismo la necesidad de satirizar la sociedad en la que se vivía.
Estas fallas satíricas representadas en tono de humor, tomaban protagonismo con la erótica y la crítica social. Se ridiculizaban personajes, actos oficiales, vicios y prejuicios,… y cada año eran visitadas masivamente.
Tomó importancia la creatividad en la construcción y apareció el tablón sobre el que se disponían los objetos llamado cadafal (tarima o entablado), y además adornaban los ninots, ya vestidos con ropa usada, con letreros que explicaban en verso el sentido de la crítica.
Como complemento a los letreros, apareció en éste siglo el llibret (“librito”) gracias al autor Bernat i Baldoví, en el que se explicaba mediante versos satíricos el contenido de la falla y se repartía entre los vecinos.
De esta manera nos encontramos con el verdadero simbolismo de las Fallas. Con el tiempo, estas fallas pasaron de representar la necesidad del orden y la limpieza a través de la quema de objetos viejos o estropeados, a simbolizar una purificación, un renacimiento interpretado a través de la quema de las miserias, vicios y actos censurables personificados a través de los ninots de los cadafals.
En la década de 1870 las autoridades, presionadas por el poder de los sectores burgueses y clero, persiguieron duramente las festividades populares de los Carnavales así como la tradición fallera. A finales de este siglo XIX se prohibieron las fallas debido a la carga crítica hacia los sectores más dominantes de la sociedad, pero el pueblo los desafió y finalmente se plantaron. Pronto el Ayuntamiento empezó a imponer impuestos altísimos por la plantada de las fallas, y en 1886 consiguieron que no hubiera fallas en Valencia. Nuevamente la presión del pueblo y la iniciativa del progresista Félix Pizcueta, obligaron al alcalde a reducir estos impuestos de manera que se pudiese continuar con la tradición fallera.
Con el concurso de premios que otorgaba Lo Rat Penat y con el ánimo popular en alza, cada año acudía más gente de lugares cada vez más alejados de la ciudad para ver y disfrutar de lo que ya a principios del siglo XX se empezaron a considerar auténticas obras de arte, y a los creadores, Artistas Falleros.
En 1930, el Ayuntamiento convocó por primera vez el Concurso de Carteles para hacer promoción de las Fallas y en 1932 se convirtió en la entidad organizadora y gestora de todo el programa de actos, instaurando oficialmente la Semana Fallera.
Fue así como Las Fallas se convirtieron realmente en la fiesta mayor de Valencia, festividad catalogada como Fiesta de Interés Turístico Internacional, siendo actualmente levantadas cada año alrededor de 385 fallas grandes (a falta de las infantiles que duplican esta cifra) y 250 más en el resto de la provincia durante cuatro días de festividades, en los que impera el color, las flores, la luminosidad nocturna, la música, el ruido y el olor a pólvora. Así llega a Valencia la primavera y así los valencianos festejamos a San José.